Él era un hombre sencillo, sensible, apreciaba cosas que muchos desdeñaban. Como las gotas de lluvia que dibujaban figuras sobre el cristal de su ventana. La misma a través de la cual, en las tardes, solía ver como los rayos del sol traspasaban el tupido follaje de los árboles del parque.
La misma ventana que en las noches, le regala forma a las sombras que acompañan el plateado de la luna, para decorar la estantería de sus libros.
No entendía nada de lo que pasaba. Nadie le explicaba nada, nadie le escuchaba.
¿Qué decía su madre? ¿Solitario? ¿Taciturno? ¡Pero de que hablaba?
¿Y por qué no lo miraba, por qué no lo escuchaba? Pero pensándolo bien, siempre fue así, nunca prestó atención a lo que él decía, ni cuando niño, cuando más lo necesito. ¡Ni a nadie! en honor a la verdad. Ella siempre habla sobre las palabras de los demás, atropelladamente, sin parar. Como una estampida de caballos salvajes, que levantan mucho ruido y polvo, y anulan cualquier entendimiento.
¿Qué es culpa de tantos libros? ¡Qué fue la soledad después del divorcio? Pero su madre se volvió... ¡loca! ¿De que habla?
¡Por Dios! Quisiera ella tener la vida que tiene él. Plena, real. Llena de aventuras, de poesía,de filosofía.
No como la de sus hermanos. Los pobres, del trabajo a la casa, a oír las cantaletas de una mujer como su madre (porque los tres, la buscaron copia fiel a ella), cada noche, oír sus hijos pelear porque no quieren comer verdura; tener que sacar al perro a orinar antes de dormir, cuando sacan la basura. Porque de paso, todos tienen unos estúpidos perros, que después de tanto tiempo, no aprendieron a levantar la pata en el baño de visita.
Nada que ver con su pez dorado. Nunca tuvo que enseñarle nada, lo aprendió todo solo. No había que sacarlo todas las noches junto a la bolsa de basura.
Es más, pensándolo bien, últimamente no había basura que sacar. Ya no recordaba cuando fue la última vez que sacó la basura, o lavó los platos de la cena. ¡Su pez! ¡Claro, seguro había sido él! En lo que llegara a casa, se lo agradecería.
¿Qué todos me veía cada vez más "despegado" de la realidad? ¿Qué no volví a la editorial, donde trabajo como corrector? ¿Qué lo vecinos le dijeron que tenía un mes sin abrir la puerta del apartamento? ¡Pero qué dices madre! ¿Por qué mientes a los fantasmas blancos?
Qué sabes tú, de las noches que acompañé a Don Quijote en sus aventuras. De las discusiones con Sancho, cuando trataba de disuadirlo, en alguno de sus episodios.
Pasé varios meses saliendo con ellos.Pero tuve que dejar de hacerlo, porque comencé a sentir una especial atracción por Dulcinea. Estando a su lado, descubrí mi corazón latiendo más rápido de lo normal, y mis manos se brillaban de un extraño sudor. Entendí que me estaba enamorando. No podía hacerle eso a Don Quijote. Soy un hombre que sabe de lealtades para con los amigos: Verus amicus nunguam amici oblisviscitur.
Recuerdo cómo entristecí a Don Quijote, cuando le dije que marchaba a un largo viaje a China. Sí, quedó muy triste en la despedida, pero su alma aventurera lo entendió.
¡Qué frase tan esperanzadora usó para la despedida!: “Amistades que son ciertas, nadie las puede turbar”.
Y yo nunca perturbaría una amistad con una deslealtad, hacia quien tanto tenía que agradecer.
El viaje a China fue una mentira honrosa, para evitar una deslealtad deshonrosa.
Además, a pesar de y por Dulcinea, también estaba el asunto de la edad. Ya no era tan joven y las largas cabalgatas junto a Don Quijote y Sancho, resintieron bastante mis caderas.
Aproveché el obligado distanciamiento, para buscar a mi gran amigo Fernando Pessoa, el gran poeta. Ya añoraba mis viejas tertulias con Pessoa y sus heterónimos. Con el heterónimo Álvaro de Campos, siempre estaba de acuerdo, no así con Ricardo Reis, con él siempre terminaba la tertulia con cierta tensión, con Alberto Caeiros, ni se diga, Pessoa decía que él y yo, formábamos el equipo perfecto a tal fin.
Inclusive me atreví a escribir algunos poemas en esa época, incitado por el propio Pessoa y sentía que era el momento de mostrárselos. (No me había atrevido entonces)
Seguro, que cuando el gran Pessoa los leyera, lo convertiría a él, en otro de sus heterónimos.
¡Pero qué hago aquí? Recuerdo haber salido anoche en búsqueda de Pessoa.
Haber llegado hasta La Tabaquería, la del poema. Recuerdo haberme encontrado con la niña sucia, a la que Pessoa siempre en el poema, le dice que coma chocolate:
Come chocolates, niña; / ¡Come chocolates!/ Mira que no hay más metafísica en el mundo que la de los chocolates. / Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería. / ¡Come, niña sucia, come! / ¡Si pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que tú comes! /Pero yo pienso y, al quitarles el papel plateado, que es de estaño, /Arrojo todo al suelo, como tiré la vida. /
Recuerdo bien, que la niña sucia dijo que se lo habían llevado al hospital, que sufrió un cólico hepático, que se veía muy mal. Recuerdo haber corrido al hospital con mis poemas, y ahora, no sé qué pasa. No sé porque estoy aquí, lejos de mi ventana. Sin poder moverme, sin haberle mostrado mis poemas al gran poeta, y rodeado de fantasmas sordos, aturdidos por la verborrea de mi madre, que como siempre, no escucha a mí ni a nadie.
¿Por qué dicen que no hablo!
Pero es inútil. No me oyen y yo no puedo moverme. Esta camisa extraña que trajo mi madre, porque seguro que fue ella, no me deja mover. Y el fantasma joven, él que tiene dedos de aguja, cada vez que me acaricia, me pincha, me hace sentir débil, con sueño, y no puedo moverme
No puedo ver mi ventana, y no sé si el sol está afuera, esperando que lo vea, o si la lluvia dejó algún dibujo, o si es la luna la que dibuja sombras en mi pared… y lo peor, no puedo buscar al gran poeta Pessoa, no puedo mostrarle mis poemas.
Pienso: ¿y si la niña sucia tenía razón? ¿Y si muere sin leer mis poemas?
No podré ser un heterónimo de Pessoa, Ricardo Reis, nunca lo permitirá.
! Dios mío!
Qué será de mí, si no logro escapar de esta blancura que se multiplica en paredes y en fantasmas y no me deja ver mi ventana.
texto: Gizela Rudek